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La visita inesperada. En mi tierra, perdido entre los montes, hay un pueblo, ni demasiado grande, ni demasiado pequeño. No hace mucho, al zapatero del pueblo le sucedió algo realmente curioso. Te lo cuento. ¿Sabrías decirme, luego, si fue un sueño o una realidad?.
E N D
En mi tierra, perdido entre los montes, hay un pueblo, ni demasiado grande, ni demasiado pequeño.
No hace mucho, al zapatero del pueblo le sucedió algo realmente curioso. Te lo cuento. ¿Sabrías decirme, luego, si fue un sueño o una realidad?
Mientras oraba, Juan el zapatero recibió una buena noticia de parte de un personaje misterioso: “Juan, tu vida es agradable a Dios. Te anuncio que hoy el Señor Jesús te visitará”.
El zapatero, lleno de alegría, empezó por barrer y ordenar su tienda sin dejar de lado el trabajo del día. Al preparar la comida, hizo algo más que de costumbre. Para Juan, el buen zapatero, aquel era un día de fiesta; incluso se puso su mejor jersey.
De repente, entró en su tienda una mujer que tenía mala fama en el pueblo y en los alrededores. El zapatero la recibió y charló con ella, pero pensaba: “¡Ay de mí si viene Jesús en este momento y me encuentra con esta pobre mujer: no podré recibirlo a él como es debido!”
Sin embargo, Juan no le metió prisa para que se marchara a su casa. Al fin se quedó otra vez solo y seguía trabajando ilusionado en espera del momento deseado. Su imaginación volaba como nunca en su cabeza y no cesaba de preguntarse: “¿Cómo será Jesús?”
Mientras pensaba en todo esto, no se dio cuenta de que habían entrado nuevos visitantes en la tienda: “Buenos días, Juan” le saludó una mujer que llevaba de la mano un niño pequeño. “¡Ay, qué susto!” Pensaba que eras otra persona. Veo que hoy vienes con tu pequeño. Está flaco este chico. Toma una manzana. Le aprovechará a él más que a mí. “Gracias, señor Juan” le dijo el niño.
Aquel día, tanto el niño como su madre salieron con una manzana y dos pares de zapatos nuevos. Y mientras el chico y su madre, necesitados de cariño más que de otra cosa, se alejaban por las calles del pueblo, el zapatero quedaba en su tienda, deseoso, y aún anhelando la anunciada visita.
Pero la visita de Cristo parecía imposible que llegara en la jornada del zapatero, pues de nuevo la puerta de la calle se abrió con estruendo y apareció un hombre, más lleno de vino que de cordura:
“¿No tienes un vaso de aguardiente, hermano?” le dijo el visitante. “Hace tantos días que solo bebo vino que ahora tengo sed de agua ardiente” y estalló en carcajadas. “Ven, ven, siéntate. Lo que sí tengo es una jarra de agua fresca para que te remojes la cara, y comida que nos vamos a repartir”. “Hala, entra”
El zapatero compartió la frugal comida con el borracho y los dos hablaron y rieron un buen rato, aunque de distinta manera. El borracho salió de aquella casa con ganas de tomarse la vida con algo más de valor.
Pasaron las horas, llegó el ocaso del sol y Juan no tuvo más visitantes aquel día. Llegó la hora de cerrar la puerta de su tienda y la visita esperada no se había presentado. En su oración, Juan, el zapatero, dijo: “Señor, ¿cómo es que no has venido? Yo te Esperaba”.
Mas, sintió una gran alegría cuando aquella noche volvió a leer el texto del evangelio de san Mateo que decía: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis”